Adiós tío, descansa en paz

Se ha muerto mi tío.

Era algo que no nos ha pillado de imprevisto pues llevaba casi tres semanas en el hospital y el propio medico se asombraba de su aguante y fortaleza. Ser excesivamente benévolo con los muertos traspasa la propia definición de hipocresía. Por ello solo diré de él que nunca oí nada malo por parte de sus hermanos y hermanas (entre ellas mi madre), y con mis escasos 24 años ya he aprendido que eso es más que suficiente. Sin embargo si que ha habido algo de sus últimos días que me ha dejado un huella profundísima. En los últimos 2-3 años sufría de esa pesadilla de nombre terrorífico que los médicos han dado en llamar Alzheimer. No sé.

Algunas veces meditando sobre ello creo que entiendo mejor la enfermedad si la literalizo. No soporto la idea de pensar que un jodido proceso químico en mi cerebro sea capaz de hacerme olvidar a las personas que quiero, a las personas que odio, lo que he hecho por la mañana, si tengo que ir al servicio o si hoy es el cumpleaños de mi hijo. Lo juro. No soporto esa idea. Prefiero diluirla en un cuento, en una historia, de buenos y malos, como lo son todas las grandes historias. Y entonces me imagino que nuestros abuelos, abuelas, padres, mi tío, en fin toda la gente que amamos, fue guardando en una cajita todos los momentos buenos y felices de su vida para que nadie, por mucho que lo intentase, se los pudiera quitar nunca. Y dejaron fuera la atrocidad de la Guerra Civil y el hambre de la posguerra, la tristeza de la emigración y todas la penurias que en algún momento pasaron.

Sin embargo en algún momento y mientras Dios se iba mear un hijo de la gran puta llamado Alzheimer que vivía en un sitio muy frío, solo y sin el amor de nadie, fue por todas las casa del mundo y fue robando una a una todas las cajitas que con tanto recelo habían ido guardando nuestros familiares y se las fue quedando todas, tanta era la envidia y el odio que le consumía. Y un día alguien se encontrara de cara a cara con este cabrón y le dirá: ni una más. No pienso dejar que te lleves ni una cajita más. Ya has hecho demasiado daño. Y el gran bastardo, el que tantos recuerdos truncó, se tendrá que ir a terminar sus días al rincón sucio y frío del que nunca debió salir. Solo. Y sin ningún recuerdo que añorar.

Así lo asimilo mejor. De alguna manera me permite digerirlo.

Y precisamente ha sido eso lo que me ha enseñado mi tío. Él, desconfiado dejo fuera de la cajita una cosa que el hijo de la gran puta no pudo robar. Lo guardó muy dentro, tanto como pudo. Y en sus últimos días, cuando no recordaba ni su propio nombre, ni el de sus hijos, había una cosa que no había olvidado: el nombre de su mujer. Hasta el ultimo de sus alientos recordó siempre como llamar a la mujer con la que tantos disgustos y alegrías había pasado: Abelina.

Te jodes. Pedazo de hijo de la gran puta. Eso no te lo pudiste llevar cabrón. No te llevaste el amor. No pudiste con todo. No lo robaste todo. Púdrete en algún rincón olvidado bastardo.

Ese recuerdo me llevo de ti tío. Un recuerdo magnifico que te juro no me arrancará nadie. Lo juro. Descansa en paz.